EL GOLPISTA BOLSONARO CAYÓ, Y EL IMPERIO HIZO EL RIDÍCULO
Donald Trump quiso jugar al salvador de Bolsonaro. Desde la Casa Blanca lanzó la amenaza más grotesca que se recuerde en años: Estados Unidos “no teme usar su poder económico y militar” para defender la libertad de expresión en Brasil. El detalle: su protegido no estaba escribiendo un ensayo ni dando una conferencia en Harvard, estaba sentado en el banquillo del Supremo Tribunal Federal – STF, acusado de organizar un golpe de Estado, de planear asesinatos políticos y de querer abolir el Estado de derecho.
El contraste era tan brutal que rozaba lo cómico. Mientras el mundo veía desfilar pruebas de un complot golpista, el imperio repetía la cantaleta de siempre, disfrazando un crimen con la retórica del derecho humano. En otras palabras: Trump se puso la toga de abogado del diablo y salió a defender lo indefendible.
El flaco favor
La jugada resultó ser un tiro en el pie. Lejos de
amedrentar, la amenaza imperial reforzó la determinación de la justicia
brasileña. El STF no podía aparecer como un tribunal servil a Washington, mucho
menos ante un gringo que hablaba de “free speech” para blindar a un conspirador
armado como Bolsonaro. Cada palabra de Trump fue gasolina para el orgullo
nacional de Brasil y un empujón extra para cerrar filas en torno a la condena.
Y así ocurrió: el 11 de septiembre de 2025, la Primera Sala
del Supremo Tribunal Federal condenó a Jair Bolsonaro a 27 años y 3 meses de
prisión. Sus cómplices —militares, ministros y jefes de inteligencia—
recibieron entre 2 y 26 años de cárcel, además de la pérdida de cargos, mandatos
y honores. Una sentencia histórica que, en los hechos, cierra el ciclo político
de Bolsonaro y deja claro que en Brasil ya no hay espacio para aventuras
golpistas.
El espejo roto
Trump pretendía mostrar fuerza, pero terminó proyectando
debilidad. Al intervenir de manera tan burda en un proceso judicial extranjero,
expuso que ya ni siquiera sabe cómo defender a los suyos. Su discurso fue tan
ridículo que hasta entre sectores conservadores brasileños caló la idea de que
Bolsonaro no era un perseguido político, sino un peón extranjero.
En vez de fortalecerlo, lo hundió. En vez de intimidar al
STF, lo envalentonó. En vez de sembrar dudas, reforzó certezas: Bolsonaro
lideró un complot criminal y debía pagar por ello.
La ironía imperial
La historia es cíclica. En 1964, Lyndon B. Johnson apoyó el
golpe contra João Goulart y abrió las puertas a 21 años de dictadura militar en
Brasil. Hoy, 61 años después, Donald Trump intentó repetir la jugada en sentido
inverso, pero se topó con un país muy distinto: un Brasil que aprendió de su
propia tragedia, que no quiere volver a los cuarteles y que ya no se deja
intimidar por portaaviones ni sanciones.
Lo que en los 60 fue el garrote que derribaba gobiernos, hoy
es apenas un ruido de fondo que provoca más risa que miedo.
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Jair Bolsonaro, 27 años 3 meses de prisión. Walter Braga Netto, 26 años de prisión |
Lo que queda claro
Bolsonaro terminó condenado no gracias a Trump, sino a pesar
de Trump. El imperio quiso salvar a su aliado, y terminó hundiéndolo más
rápido. La justicia brasileña salió fortalecida, el bolsonarismo quedó
descabezado, y Trump quedó expuesto como lo que es: un líder decadente que ya
no logra ni proteger a los suyos.
El resultado es lapidario: Bolsonaro condenado, sus
cómplices también encarcelados e inhabilitados, y la narrativa de la “libertad
de expresión” convertida en chiste global.
La narrativa cambió
Durante décadas, el sueño americano se exportó como modelo
de aspiración. Pero hoy la gente común ya no se engaña: sabe que en EE.UU. la
vida no es tan fácil, que los migrantes son perseguidos, que el racismo es
estructural, que la precariedad laboral destruye la ilusión y que los tiroteos
masivos son parte de la rutina. Y mientras tanto, se observa cómo ese país se
desmorona políticamente: dividido, violento, incapaz de resolver sus propias
crisis.
Bolsonaro encarnaba esa decadencia: un líder que prometía
grandeza copiando al “imperio”, pero que terminó arrastrado por la misma
crisis. El pueblo brasileño, aún con todas las contradicciones, demostró que no
se deja gobernar por un aprendiz de tirano.
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Jair Bolsonaro, escucho su sentenca en su casa |
El mensaje de fondo
La caída de Bolsonaro no es solo un hecho brasileño. Es una
señal para toda América Latina: el imperio ya no es garantía de estabilidad, ni
siquiera para sus aliados. Los proyectos políticos que dependen de Washington
están condenados a repetir sus fracasos, sus divisiones y su descrédito. La
derecha regional, que se viste de trumpismo y clama por mano dura, en realidad
es parte de un guion global que ya perdió credibilidad.
Y aquí radica lo fundamental: cada vez que caen estos
intentos de dictadura maquillada, queda más claro que la única fuerza con
capacidad de frenar la barbarie imperial es la organización de los pueblos. Ni
Trump ni Bolsonaro representan futuro: representan miedo, violencia y
dependencia.
El ridículo ya está hecho. El imperio intentó exportar su
modelo de ultraderecha a Brasil, y el pueblo brasileño, con todas sus luchas y
contradicciones, le dio la espalda.
El golpista cayó, y el imperio hizo el ridículo.
Alberto Vela
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