“Él Te Deum fue misa… pero también fue sentencia”
Homilía del Arzobispo Castillo a Dina Boluarte: una advertencia en clave bíblica
En la catedral de Lima, bajo la cúpula del incienso y la
solemnidad patria, se celebró como todos los años la Misa y Te Deum por el 204°
aniversario de la independencia del Perú. Allí estaban todos los de siempre: Dina Boluarte con rostro grave, sus ministros que no gobiernan pero
obedecen, los congresistas que legislan a cambio de favores, y una nube de
funcionarios que parecen no tener patria más allá de sus dietas y viáticos.
Y allí, en medio de ellos, se alzó la voz templada del
Cardenal Carlos Castillo.
Pero esta vez no fue una homilía cualquiera. No fue uno de esos sermones de
rutina eclesial para la foto institucional. Fue, sin exagerar, una cirugía
moral con el Evangelio en una mano y el bisturí en la otra.
El dirigente que nace del pueblo… no
del pacto con el poder
Castillo arrancó con Isaías, como quien saca una vela
encendida en la oscuridad. Habló de aquel “niño rey” que debía gobernar al
pueblo no con fuerza bruta ni cálculo frío, sino con entrañas de
misericordia, como quien nace del vientre de una madre pobre y generosa. Un
dirigente así —dijo— no es un funcionario triste ni un burócrata sin alma,
sino alguien que gobierna porque fue llamado a servir, no a servirse.
Y en ese momento, la liturgia se convirtió en espejo.
Porque, ¿quién podría no sentirse aludido cuando se define a un mal gobernante
como alguien “lleno de criterios superficiales, frívolos y banales”? ¿Quién,
sentada en primera fila y vestida de solemnidad impostada, podría no percibir
que esas palabras caían pesadas como campanas?
Historia republicana: de Bolívar a
los blindajes de hoy
La homilía no se quedó en el cielo. Bajó a tierra firme.
Castillo recordó que en el Perú, desde 1825, se nos hizo costumbre confundir
caudillos con gobernantes, y dictadores con salvadores. Recordó que hasta
Bolívar, al que se le concedió poder absoluto, no duró mucho cuando el
pueblo sintió que no gobernaba, sino mandaba.
Y lanzó, casi como profecía:
“El pueblo acepta la dictadura a veces, pero termina por
sacar a quien pretende perpetuarse en el poder”.
Sí, eso se dijo
en la catedral. Frente a Dina Boluarte.
La misa se llenó de ecos. De advertencias veladas. De
historia repetida.
¿Quién podría negar que el Perú actual también sufre el mandato de una clase
dirigencial sin vocación, sin pueblo y sin vergüenza?
Ética sin corazón no sirve: el sabio
cobarde es peor que el ignorante
La homilía citó extensamente a Francisco Javier de Luna
Pizarro, arzobispo y constitucionalista, quien ya en el siglo XIX advertía que
ninguna constitución puede protegernos de “los seres envilecidos” que se visten
de representantes.
“No basta el sabio si no reúne a su vez la moral”, dijo
Luna Pizarro.
Y Castillo remató: “Así es cuando al saber no acompaña la probidad”.
La frase cae como plomo sobre ese Congreso lleno de
abogados sin justicia, economistas sin compasión, militares sin honor y
ministros sin memoria. Todos sabios, pero cobardes. Todos letrados, pero
ciegos al dolor de su pueblo.
El grito del pueblo no es sedición:
es una advertencia
Y luego vino el giro definitivo. Castillo dejó la Biblia y
habló del presente.
Dijo que el pueblo peruano “nos interpela y nos habla.
Incluso, nos exige y nos grita por sus derechos”, pero que muchos en el
poder prefieren tratarlo como sedicioso antes que como doliente.
Entonces soltó la frase que debería grabarse en mármol —o
en pancartas:
“Los pueblos que no son escuchados terminan por
corregir a quienes los gobiernan de espaldas.”
No hubo necesidad de decir nombres.
Dina estaba allí. El Congreso estaba allí. Y el pueblo —ese que no fue
invitado— escuchaba desde fuera, desde abajo, desde la rabia.
El espíritu mafioso y el olvido de
los orígenes
La homilía no se quedó en lo simbólico. Fue directa:
“Un espíritu mafioso se ha apoderado de nuestros
corazones”, dijo.
Y con ese plural no excluyó ni a la Iglesia. Pero sobre
todo, no excluyó a quienes gobiernan el país como si fuera su botín.
Añadió que la dirigencia nacional ha olvidado sus
orígenes, sus madres, su pueblo, y se dejó seducir por la indiferencia
egoísta que hoy mata pueblos enteros.
¿El mensaje final?
Que la Iglesia haya dicho esto en la misa más importante
del año, con Dina Bolurte al frente, no es casualidad. Es una advertencia
solemne y pública.
Y más aún: es un reflejo de algo que ya se mueve desde abajo, en las entrañas
de una nación que empieza a cansarse de ser humillada.
Alberto Vela
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