José Mujica: el hombre que se negó a ser una puta del poder
No tenía poses, tenía convicciones. No ofrecía promesas, vivía como predicaba. No lideraba con billetes, lideraba con el alma. José Mujica no fue un político. Fue una anomalía. Una anomalía incómoda para todos los que viven de la impostura del poder.
En un continente donde los presidentes visten trajes de
lujo financiados por la miseria de su gente, Mujica usaba sandalias, conducía
su viejo Fusca y donaba el 90% de su sueldo. No para posar de austero, sino
porque entendía una verdad brutal: el poder no es para enriquecerse, es para
servir. Y si no estás dispuesto a eso, entonces eres una puta del sistema.
De la guerrilla al gobierno: el precio de la coherencia
Nacido en 1935, en una familia humilde de Montevideo,
Mujica no tuvo tiempo para fantasías. En los años 60 empuñó un fusil con el
Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, un grupo armado que buscaba
justicia en un país ciego de desigualdad. Lo balearon seis veces. Pasó casi 15
años en prisión, algunos en condiciones de aislamiento que rozan la tortura
psicológica. Salió sin sed de venganza. Salió con más ideas que odio.
En 2009 llegó a la presidencia de Uruguay, pero no dejó
que el sillón le anestesiara la conciencia. No se compró una mansión. No se
rodeó de lambiscones. No vendió su alma por un selfie con inversores. Desde
la chacra en la que vivía con su esposa, Lucía Topolansky, demostró que se
puede gobernar sin arrodillarse ante el capital ni disfrazarse de CEO.
Mujica no es santo. Es peor: es un ejemplo
No, no fue perfecto. Cometió errores. Dio declaraciones
polémicas. A veces fue crudo. Pero eso es precisamente lo que lo vuelve
insoportable para la clase política tradicional: Mujica les recuerda, todos
los días, que podrían vivir con menos, robar menos, callar menos... si no
fueran tan cobardes.
Y ahí está el problema. Mujica es una amenaza no porque
tenga millones o ejércitos. Es una amenaza porque prueba que se puede vivir
bien sin joder a nadie. Que no necesitas un Rolex para tener autoridad moral.
Que puedes salir de una celda y no convertirte en un resentido, sino en un
sabio.
En un mundo donde el poder se acumula, Mujica lo
distribuye. Donaba su sueldo a proyectos sociales, defendía el medio ambiente,
legalizó el aborto y la marihuana no por moda, sino por principios. Hizo de
la política un acto de ética, no de espectáculo.
Mujica, el último hereje
En su retiro, mientras otros exmandatarios andaban
dando charlas carísimas o fugados por corrupción, él seguía en su chacra,
hablando con jóvenes, sembrando verduras y verdades. Porque, en el fondo,
Mujica no gobernaba desde un cargo. Gobernaba desde el ejemplo. Y eso, carajo,
no se compra en elecciones ni en campañas. Eso se gana con cicatrices.
En tiempos donde la política se pudre en discursos
vacíos, Mujica sigue siendo esa voz que dice verdades que duelen: "Cuando
compras, no pagas con plata: pagas con el tiempo de tu vida que gastaste para
ganar esa plata". O esa otra joya que deberían tatuarse todos los
congresistas de Latinoamérica: "Pobres no son los que tienen poco, sino
los que quieren mucho".
Gracias, viejo terco
Mujica no sería eterno. Su cuerpo frágil ya lo delata.
Pero su legado arde como una antorcha en medio de esta oscuridad institucional.
No nos deja leyes, nos deja una ética. No nos deja fortunas, nos deja una
vergüenza: la de saber que, si todos los políticos fueran como él, este
continente sería otro.
Gracias, Pepe. Por no arrodillarte. Por no venderte. Por
recordarnos que no todo está perdido.
¿Qué significa ser un hombre ejemplar en tiempos de poder
podrido?
En un continente fatigado por la corrupción, la
mediocridad y la impunidad, la muerte de José "Pepe" Mujica no es
solo la partida de un ser humano íntegro, sino también una bofetada simbólica a
toda esa clase política que ha convertido el poder en un negocio personal.
Mujica fue un hombre que, con su vida austera y su ética inquebrantable, dejó
en evidencia lo que la política debería ser, pero que hace décadas ya no
es: un servicio al pueblo, no un festín para los que llegan con hambre de
riqueza fácil.
Decía Mujica que “al que le gusta mucho la plata hay que
correrlo de la política”. Y lo decía con la autoridad de quien renunció a
lujos, privilegios y sobornos. No lo decía desde el púlpito del cinismo, sino
desde una chacra humilde, desde un escarabajo viejo, desde un corazón curtido
por la cárcel y la lucha. Mujica no necesitaba discursos vacíos: su ejemplo era
el mensaje.
Hoy, en contraste brutal, nos rodea una fauna política
que se retuerce entre licitaciones arregladas, obras mal hechas, justicia
comprada y promesas huecas. Tipos que se disfrazan de salvadores del pueblo
mientras saquean presupuestos, blindan sus fortunas y se blindan judicialmente
para no rendir cuentas. Ladrones con poder de barro que se arrastran por un
cargo como si fuera un premio, no una responsabilidad. Y que después de cada
tragedia, de cada muerte evitable, de cada escándalo, siguen ahí, inmutables,
lucrando con el silencio o la desmemoria.
¿Qué significa entonces ser un hombre ejemplar en este
pantano? Significa vivir con coherencia, renunciar a la codicia, asumir el
poder como un servicio y no como un botín. Significa no temer a la austeridad,
ni a la crítica, ni a la verdad. Mujica fue eso: un faro en medio de la mugre,
un recordatorio de que la política todavía puede ser decente si se la habita con
valores y no con apetitos.
Hoy, al despedirlo, no solo deberíamos llorarlo.
Deberíamos preguntarnos por qué su ejemplo resulta tan excepcional, tan
aislado, tan ajeno a los que nos gobiernan. Y sobre todo, deberíamos empezar a
exigir que los que no viven como él, ni piensan como él, ni sienten como
él... se vayan. Porque no merecemos más farsantes ni más ladrones vestidos
de autoridad.
Alberto Vela
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