Habemus Papa… ¿Motivo de esperanza?

El Perú se despierta con una noticia insólita: tenemos Papa, LEON XIV. No uno simbólico, no uno lejano, sino un Papa con DNI peruano. Un ciudadano nacionalizado que, entre tantas ciudades del mundo, pisó Iquitos, miró de frente la pobreza amazónica y habló de justicia con acento latinoamericano. Una figura global con raíces en la periferia. ¿Motivo de orgullo nacional? Claro que sí. ¿Motivo de esperanza? Ojalá. Pero también, y con más razón, motivo de alerta.

Porque la fe puede llenar iglesias, pero no llena ollas. Puede calmar conciencias, pero no cura niños con dengue sin camas UCI. Y puede conmovernos por un rato, pero no cambiar un país atrapado en las garras de una élite política que ha convertido el Congreso en una cueva de intereses particulares y el Estado en un botín a repartir.

¿Qué milagro esperamos? ¿La reconciliación nacional como pide mi amigo Harlan? ¿La paz duradera? ¿Un nuevo pacto moral? Imposible bajo un gobierno que no gobierna, que no representa, que no escucha. Un régimen usurpador que legisla como quien escribe su propia coartada, blindando corruptos, capturando instituciones, desmantelando organismos de control y entregando nuestros recursos naturales —nuestra Amazonía incluida— al mejor postor, con o sin paraíso fiscal.

El Perú hoy no tiene liderazgo. Tiene una maquinaria oxidada alimentada por el clientelismo, el chantaje legislativo y la hipocresía mediática. Un país secuestrado por bandas de cuello blanco, mientras en las calles el sicariato se ha vuelto la nueva normalidad, y en los pueblos, la vida vale menos que una hectárea de bosque talado.

Y en medio de todo, la fe. Esa que se resiste a morir en los hogares donde no llega el Estado, pero sí la violencia. Esa que sobrevive en los rezos de madres que alimentan a sus hijos con agua de arroz y esperanza. Esa que aún cree que desde el Vaticano podría venir un mensaje diferente, una palabra que sacuda conciencias, no solo espíritus.

Sí, tenemos Papa. Y sí, es peruano. Pero el verdadero milagro sería que ese símbolo nos sirva para despertar, no para dormirnos en ilusiones. Que no tapemos la podredumbre política con incienso, ni usemos sotanas para encubrir crímenes de Estado.

Porque los símbolos, por más potentes que sean, no cambian realidades por sí solos. Un Papa con DNI peruano puede conmovernos por un instante, llenar titulares, hacer circular memes, bendiciones y lágrimas de emoción patriótica. Pero nada de eso tendrá valor real si lo usamos como cortina de humo para no ver el cáncer que nos corroe: un Estado tomado por mafias políticas, por empresarios coludidos, por operadores judiciales serviles y por una clase dirigente que ha hecho del cinismo su única doctrina.

La verdadera esperanza no está en la sotana blanca ni en la plaza de San Pedro. Está en que ese símbolo despierte conciencia crítica, no sumisión religiosa. Que inspire organización popular, no resignación pasiva. Que alimente la sed de justicia, no el conformismo folklórico de quienes se emocionan con gestos, pero no exigen cambios de fondo.

No podemos permitirnos convertir al Papa peruano en un placebo nacional, en una distracción celestial mientras aquí en la tierra nos roban el futuro. Porque lo que vivimos no es una crisis: es un saqueo. Un desmantelamiento planificado de nuestras instituciones, una entrega sistemática de nuestros recursos naturales, una masacre lenta de nuestras esperanzas. Y eso no se soluciona con rosarios ni misas televisadas. Se enfrenta con movilización, con conciencia, con verdad.

No nos confundamos. El incienso no purifica la corrupción. La fe no debe ser cómplice del poder que mata, que abandona, que hambrea. Ya hemos visto en la historia cómo se usaron los púlpitos para justificar dictaduras, cómo se bendijo el terror, cómo se calló frente al genocidio económico que dejó pueblos enteros sumidos en la miseria mientras se hablaba de "estabilidad". Ya hemos vivido eso, y lo seguimos pagando.

Por eso, el verdadero milagro sería que el símbolo del Papa peruano no nos duerma, sino que nos despierte. Que no nos invite a mirar al cielo, sino a mirar de frente al Congreso podrido, a las mineras que destruyen cuencas, a las mafias que controlan los puertos, a los jueces que venden justicia al mejor postor, a los gobiernos regionales que hacen negocios con la vida y la muerte.

Solo entonces, y no antes, podríamos hablar de reconciliación. No una reconciliación hueca, impuesta desde arriba, sino una que nazca desde el fondo del sufrimiento nacional, con verdad, con justicia, y con una consigna clara: nunca más una patria secuestrada por sus verdugos.

Porque Dios podrá perdonar, pero la historia no.

Alberto Vela

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