297 ¿Héroe o verdugo? La peligrosa reivindicación de Julio César Arana
En la esquina de un café en el centro de Iquitos, el calor sofocante no impide que las conversaciones fluyan. Entre anécdotas de la ciudad y discusiones sobre el futuro de Loreto, un tema emerge con una fuerza insospechada: Julio César Arana. Para algunos, un patriota incomprendido. Para otros, un villano cuya sombra aún pesa sobre la Amazonía. Pero, ¿qué nos dice esta defensa de Arana sobre nuestra memoria histórica y nuestras prioridades como sociedad?
El debate se reavivó hace unas semanas cuando el presidente de la Corte Superior de Justicia de Loreto, Aristóteles Álvarez López, lo proclamó como un patriota y héroe nacional. Sus palabras provocaron una mezcla de incredulidad, indignación y apoyo entre los presentes.
El problema no está solo en que un juez, alguien cuyo trabajo debería basarse en hechos y justicia, defiende a una figura tan polémica. El problema está en lo que implica este tipo de discursos: una negación del genocidio indígena, una glorificación del oportunismo y un retroceso en nuestra capacidad de reconocer los errores del pasado.
¿Héroe o arquitecto del horror?
Julio César Arana no necesita introducción en Loreto. Su nombre evoca tanta riqueza y poder como sangre y muerte. Durante el auge del caucho, Arana amasó una fortuna explotando a miles de indígenas en las profundidades del Putumayo. Las historias de torturas, mutilaciones y asesinatos perpetrados bajo su mando son, a estas alturas, irrefutables. Pero para algunos, este pasado sombrío puede eclipsarse por las “obras” que dejaron en Iquitos.
“Fue un hombre de su tiempo”, argumentan sus defensores. “Así era la manera en que se hacían negocios en todo el mundo”. Pero, ¿es esa excusa suficiente? Si otros explotadores en África o Asia también cometían atrocidades, ¿eso hace menos cruel el sufrimiento de los indígenas del Putumayo?
Lo que olvidan quienes defienden a Arana es que incluso en su época hubo quienes alzaron la voz contra sus crímenes. Benjamín Saldaña Roca, un periodista de Iquitos, denunció en 1907 las atrocidades de la Casa Arana. Y lo hizo con tal valentía que pagó el precio: amenazas, persecución y desprestigio. ¿Acaso también era un hombre fuera de su tiempo?
Las víctimas olvidadas
En la narrativa de los defensores de Arana, las víctimas brillan por su ausencia. Se mencionan sus “aportaciones” a la ciudad, pero no las miles de vidas truncadas en los barracones de las caucherías. No se habla de los niños indígenas asesinados, de las mujeres violadas o de los hombres que fueron mutilados por no cumplir con las cuotas de caucho.
Esta omisión no es inocente. Minimizar el sufrimiento de los pueblos indígenas no es solo un error histórico; es una forma de perpetuar su deshumanización. Es decirles, una vez más, que sus vidas valen menos.
¿Y qué hay del supuesto patriotismo de Arana? Sus defensores insisten en que fue un hombre leal al Perú, pero los hechos cuentan otra historia. Al inscribir su empresa como británica, Arana protegió sus intereses, no los del país. Su indiferencia ante el Tratado Salomón Lozano, que pasó territorio peruano a Colombia, y el pago que recibió como indemnización por sus tierras. es un recordatorio de que su lealtad estaba donde estaba su dinero.
El presente que nos condena
La defensa de Arana no es solo un tema del pasado; es un reflejo de nuestras prioridades en el presente. ¿Por qué algunos sectores de Loreto insisten en glorificarlo? La respuesta, quizás, está en la necesidad de aferrarse a una narrativa de progreso que justifique los sacrificios del pasado.
En una región marcada por el abandono estatal y las desigualdades, el auge cauchero se recuerda como una “época dorada” para Iquitos. Pero ¿a qué costo? Celebrar a Arana es ignorar que ese supuesto desarrollo se construyó sobre las espaldas de los más vulnerables.
Además, esta defensa refleja un problema más profundo: la incapacidad de Loreto, y de Perú en general, de reconciliarse con su historia. Reconocer a Arana como un verdugo no significa negar el progreso material que vivió Iquitos durante el boom del caucho. Significa, más bien, aceptar que ese progreso tuvo un costo humano inaceptable.
Un llamado a la memoria justa
El debate sobre Arana debería ser una oportunidad para reflexionar sobre nuestra memoria histórica. En lugar de ensalzarlo como un héroe, deberíamos preguntarnos: ¿qué tipo de sociedad queremos ser? ¿Una que glorifica a quienes acumulan poder y riqueza a costa del sufrimiento ajeno? ¿O una que reconoce las heridas del pasado y trabaja para no repetirlas?
No se trata de borrar a Arana de la historia. Se trata de contarla completa. De recordar no solo sus obras en Iquitos, sino también las vidas que destruyó en el Putumayo. De dar voz a las víctimas indígenas que, más de un siglo después, siguen siendo las grandes olvidadas.
Aristóteles Álvarez López, el presidente de la Corte Superior de Justicia de Loreto, tiene derecho a sus opiniones. Pero cuando esas opiniones distorsionan la historia y perpetúan la deshumanización de los pueblos originarios, es momento de cuestionarlas. Como sociedad, no podemos seguir glorificando a figuras que representan lo peor de nuestro pasado.
El verdadero patriotismo no consiste en ensalzar a quienes se enriquecieron a costa del sufrimiento de otros. Consiste en reconocer nuestras fallas, honrar a las víctimas y trabajar por un futuro más justo para todos.
¿Estamos listos para dar ese paso? O seguiremos, como Atahualpa, sosteniendo un libro que no nos dice nada, incapaces de escuchar las lecciones de la historia. Cuenta la leyenda que Atahualpa tomó la Biblia y le acercó a su oído para escuchar si era verdad lo que el padre Valverde argumentaba que la Biblia había dicho que este debería someterse al rey de España y aceptar la religión cristiana. Atahualpa esperó un momento con la Biblia cerca al oído, antes de dar su respuesta: “a mí no me dice nada”, y arrojó el libro al suelo.
La memoria de Arana: un agravio contra los derechos humanos y la fe cristiana
Desde cualquier ángulo, la reivindicación de Julio César Arana no solo es una afrenta a la historia, sino también una profunda contradicción con los principios fundamentales de los derechos humanos y la fe cristiana que muchos de sus defensores profesan.
El genocidio del Putumayo: un grito contra la humanidad
Los crímenes cometidos bajo el mando de Arana no son simplemente "excesos" o "prácticas de la época". Son actos de barbarie que violan los principios básicos de dignidad humana reconocidos incluso antes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. La esclavitud, la tortura, las mutilaciones y los asesinatos sistemáticos son crímenes que ninguna circunstancia histórica puede justificar.
Decir que “así eran las cosas entonces” es una racionalización peligrosa que invisibiliza el sufrimiento de miles de indígenas. Es negar su humanidad, su derecho inherente a la vida, a la libertad y a la seguridad, derechos que, aunque formalizados en el siglo XX, son inherentes a toda persona desde el comienzo de la historia.
Para la fe cristiana: una traición a su esencia
Para quienes desde la fe cristiana defienden a Arana, este es un acto de profunda incoherencia. ¿Qué dirían Jesús o los apóstoles sobre alguien que permitió y promovió el exterminio de miles de seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios? ¿Dónde está el amor al prójimo que exige el Evangelio?
El cristianismo es claro en su mensaje: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31) y “Todo lo que hicieron a uno de estos más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mateo 25:40). ¿Cómo puede alguien que profesa esta fe justificar a un hombre que trató a los indígenas como objetos descartables, reduciéndolos a herramientas para enriquecer su imperio cauchero?
La defensa de Arana, incluso desde una perspectiva cristiana, es una traición al mensaje de justicia, amor y compasión que constituye el núcleo de la fe. Es ignorar deliberadamente que las vidas indígenas valían tanto como las de cualquier otra persona, incluso en una época donde el racismo y la codicia intentaban convencer al mundo de lo contrario.
La reivindicación de Julio César Arana no es un tema menor. Es un reflejo de nuestras prioridades como sociedad, de nuestra capacidad (o incapacidad) para empatizar con las víctimas y para colocar la dignidad humana por encima del progreso material.
(Alberto Vela)
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