259 “¡Qué viva la 'justicia'! Municipalidades 'protegen' el orden... arrebatando el pan a los más pobres”

Ustedes vean. Una vez más los “servidores públicos” de una municipalidad peruana se lucieron en su papel de guardianes del “orden”. ¿Su gran hazaña? Desalojar a una madre trabajadora y su hijo que vendían desayunos cerca de un hospital, su única forma de subsistir. La mujer terminó en el suelo, derrotada; el niño, con la mirada perdida en una mezcla de desolación e indignación. Todo en nombre de una supuesta legalidad que jamás se aplica a los verdaderos delincuentes que roban al Estado.

La próxima vez que alguien diga que la municipalidad trabaja para el pueblo, quizás deberíamos recordarles a esta madre y su hijo, quienes, con las manos temblorosas y los ojos llenos de lágrimas, vieron cómo les arrebataban su único medio de sustento. Recordemos a esta mujer que, a pesar del cansancio, se levantaba cada madrugada para preparar los desayunos que ofrecía en la calle, bajo las inclemencias del clima, y el desprecio de una sociedad que la empujó hacia la informalidad y luego la castiga por intentarlo.

Recordemos a ese niño, a quien le tocó ver cómo los sueños de su madre eran pisoteados por botas que se supone están ahí para protegerlos. Porque, mientras los funcionarios municipales hablan de “orden” y “desarrollo”, lo que realmente construyen es una muralla entre ellos y la gente que luchan por sobrevivir día a día.

Recordemos que, para estos “políticos de pacotilla”, hablar de “servicio al pueblo” de “Un gobierno de servicio social” es una frase vacía, un eslogan de campaña que no significa nada cuando se trata de la vida real, de la gente real. Porque la ayuda no llega para quien necesita un puesto de venta seguro, no llega para quien intenta ganarse la vida de manera honrada. No, la ayuda solo aparece para aquellos que tienen conexiones, para quienes se mueven en  sus círculos de poder, para quienes ya tienen la vida resuelta.

Y mientras tanto, esa madre y su hijo, y otros como ellos, siguen en las calles, esperando, esperando que tal vez, algún día, las promesas de los políticos de pacotilla se conviertan en algo más que palabras. Pero hasta entonces, ellos solo tienen una cosa clara: el sistema que debería protegerlos los ha abandonado, y lo que queda para ellos no es más que la lucha constante contra la indiferencia y el abuso.

Así que la próxima vez que alguien diga que la municipalidad trabaja para el pueblo, miremos en los ojos de esta madre y su hijo, y preguntemos si esa “ayuda” de la que tanto hablan es más que un mito cruel, más que una ilusión que solo sirve para mantenernos en silencio, sin protestar o demandar justicia, mientras los verdaderos problemas de fondo —como la pobreza, la falta de oportunidades y el abuso de poder—no se resuelven.

¿Las municipalidades existen para ayudar al pueblo?

 En un país donde las autoridades locales deben fomentar el bienestar y la prosperidad, vemos cómo el verdadero objetivo parece ser el de asegurar un puestito bien remunerado para el alcalde y su séquito. Porque claro, ¿quién necesita ayudar a los que luchan por sobrevivir cuando se puede hacer caja desalojando a los más vulnerables?

Uno podría preguntarse, con justa razón, si las municipalidades peruanas existen para ayudar al pueblo o para enriquecerse a costa de él. En teoría, su misión es fomentar el bienestar de los ciudadanos, promover el desarrollo económico y la prosperidad de sus comunidades. Pero en la práctica, ¿a quién protegen estas instituciones? ¿Quién se beneficia realmente de su actuación? Al parecer, el alcalde de turno y sus funcionarios, más interesados ​​en llenar sus bolsillos que en buscar soluciones reales para el pueblo.

En lugar de implementar programas para ayudar a los trabajadores informales a formalizarse, capacitarlos o proporcionar espacios donde puedan trabajar de manera digna, las municipalidades prefieren la opción fácil: reprimir, desalojar y, si es necesario, humillar a los más vulnerables

Porque claro, es más sencillo expulsar a una vendedora que construir un país donde todos tengan una oportunidad de trabajo y progreso.

¿Desarrollo económico? ¿Bienestar social? Palabras bonitas que, para los políticos de pacotilla, son solo adornos discursivos. La realidad es que la administración local parece preocuparse únicamente por el bienestar de los que llevan corbata y manejan fondos públicos, mientras que el ciudadano común sigue siendo tratado como un estorbo en su propia tierra.

¿Y para qué seguir sosteniendo instituciones públicas que no cumplen con su misión y que, en su lugar, solo protegen intereses oscuros? Con alcaldes, asesores y funcionarios que parecen más ocupados en mantener sus privilegios y asegurar su “desarrollo personal”, queda en duda la utilidad de estos organismos que, en lugar de reducir la pobreza, parecen decididos a perpetuarla.

La próxima vez que alguien diga que la municipalidad trabaja para el pueblo, quizás deberíamos recordarle a esta madre y su hijo.

 La informalidad en las calles es el resultado de la informalidad política y de los “políticos

La informalidad en las calles es, en realidad, el reflejo de algo mucho más profundo: la informalidad política y moral de quienes nos gobiernan. Esos mismos políticos que condenan a los trabajadores ambulantes por "no cumplir las normas" son los mismos que han convertido la política en un mercado sin ética, donde las promesas de campaña se venden al mejor postor y las leyes se aplican según conveniencia.

Cuando la gente no encuentra oportunidades en el sistema formal, cuando los empleos dignos y los derechos laborales se vuelven un privilegio y no una garantía, la única opción que queda para sobrevivir es la informalidad. Y esa opción es consecuencia directa de políticas erráticas, de la falta de planificación y, sobre todo, de un sistema político que no asume su responsabilidad para generar condiciones de desarrollo real.

Entonces, ¿cómo pueden estos políticos señalar con el dedo a quienes trabajan en la calle, si ellos mismos representan la máxima expresión de una informalidad mucho más dañina? La informalidad política está en cada promesa incumplida, en cada acto de corrupción y en cada decisión que prioriza los intereses personales sobre el bienestar común. Mientras este tipo de "informalidad" persiste en los altos cargos, el verdadero cambio para quienes luchan en las calles seguirá siendo una meta lejana

 ¡Hay que erradicar la informalidad política y moral de quienes nos gobiernan!

Erradicar la informalidad política y moral de quienes nos gobiernan es el primer paso para construir un país donde el trabajo honesto sea respetado y donde cada ciudadano tenga una oportunidad real de prosperar. No podemos seguir permitiendo que quienes hacen las leyes y administran el poder actúen al margen de los principios éticos que dicen defender, mientras condenan a los más vulnerables por la falta de "formalidad".

La informalidad política es mucho más que promesas rotas y corrupción; es un sistema de simulación en el que los discursos de "progreso" y "bienestar" sirven para encubrir una realidad de abandono y explotación. Es el mismo sistema que se indigna con los vendedores ambulantes mientras hace la vista gorda ante la evasión de impuestos de los poderosos, y que castiga a los pequeños emprendedores mientras privilegia a quienes financian sus campañas.

Erradicar esta informalidad es poner fin a la hipocresía institucional y exigir transparencia, coherencia y compromiso real con el país. Es un cambio que empieza desde arriba, pero que requiere la vigilancia constante y el rechazo contundente de la ciudadanía a los viejos vicios. Porque un Perú con instituciones formales, éticas y responsables es un Perú en el que la informalidad de las calles ya no será la única salida para quienes buscan, simplemente, una vida digna. (Alberto Vela)

 

 

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